miércoles, 15 de agosto de 2007

A fábrica da infelicidade - Bifo - Extractos

"Algunos, como Davenport y Beck, hablan de economía de
la atención. Que una facultad cognitiva pasa a formar parte
del discurso económico quiere decir que se ha convertido en
un recurso escaso. Falta el tiempo necesario para prestar
atención a los flujos de información a los que estamos
expuestos y que debemos valorar para poder tomar decisiones.
La consecuencia está a la vista: decisiones económicas y
políticas que no responden a una racionalidad estratégica a
largo plazo sino tan sólo al interés inmediato. Por otra parte,
estamos cada vez menos dispuestos a prestar nuestra atención
gratuitamente. No tenemos ya tiempo para el amor, la
ternura, la naturaleza, el placer y la compasión. Nuestra
atención está cada vez más asediada y por tanto la dedicamos
solamente a la carrera, a la competencia, a la decisión
económica. Y, en todo caso, nuestro tiempo no puede seguir
la loca velocidad de la máquina digital hipercompleja. Los
seres humanos tienden a convertirse en despiadados ejecutores
de decisiones tomadas sin atención.

El universo de los emisores —o ciberespacio— procede ya
a velocidad sobrehumana y se vuelve intraducible para el universo
de los receptores —o cibertiempo— que no puede ir
más rápido de lo que permiten la materia física de la que está
hecho nuestro cerebro, la lentitud de nuestro cuerpo o la necesidad
de caricias y de afecto. Se abre así un desfase patógeno
y se difunde la enfermedad mental, como lo muestran las
estadísticas y, sobre todo, nuestra experiencia cotidiana. Y a
medida que se difunden las patologías, se difunden los fármacos.
La floreciente industria de los psicofármacos bate
récords cada año. El número de cajas de Ritalin, Prozac, Zoloft
y otros fármacos psicotrópicos vendidas en las farmacias
crece, al tiempo que crecen la disociación, el sufrimiento, la
desesperación, el terror a ser, a tener que confrontarse constantemente,
a desaparecer; crece el deseo de matar y de morir.

Cuando hacia finales de los setenta se impuso una aceleración
de los ritmos productivos y comunicativos en las metrópolis
occidentales, hizo aparición una gigantesca epidemia
de toxicomanía. El mundo estaba saliendo de su época
humana para entrar en la época de la aceleración maquinal
posthumana. Muchos organismos humanos sensibles empezaron
a usar cocaína, sustancia que permite acelerar el ritmo
existencial hasta transformarse en máquina. Muchos otros
organismos humanos sensibles empezaron a inyectarse heroína,
sustancia que desactiva la relación con la velocidad
del ambiente circundante. La epidemia de polvos de los años
setenta y ochenta produjo una devastación existencial y cultural
de la que aún no hemos sacado las cuentas. A continuación,
las drogas ilegales fueron sustituidas por las sustancias
legales que la industria farmacéutica pone a disposición de
sus víctimas, y se inició la época de los antidepresivos de los
euforizantes y de los reguladores del humor.
Hoy la enfermedad mental se muestra cada vez con
mayor claridad como una epidemia social o, más precisamente,
sociocomunicativa. Si quieres sobrevivir debes ser
competitivo, y si quieres ser competitivo tienes que estar
conectado, tienes que recibir y elaborar continuamente una
inmensa y creciente masa de datos. Esto provoca un estrés
de atención constante y una reducción del tiempo disponible
para la afectividad. Estas dos tendencias inseparables devastan
el psiquismo individual. Depresión, pánico, angustia,
sensación de soledad, miseria existencial. Pero estos síntomas
individuales no pueden aislarse indefinidamente, como
ha hecho hasta ahora la psicopatología y quiere el poder económico.
No se puede decir: estás agotado, cógete unas vacaciones
en el Club Méditerranée, tómate una pastilla, cúrate,
deja de incordiar, recupérate en el hospital psiquiátrico,
mátate. No se puede, por la sencilla razón de que no se trata
de una pequeña minoría de locos ni de un número marginal
de deprimidos. Se trata de una masa creciente de miseria
existencial que tiende a estallar cada vez más en el centro del
sistema social. Además, hay que considerar otro hecho decisivo:
mientras el capital necesitó extraer energías físicas de
sus explotados y esclavos, la enfermedad mental podía ser
relativamente marginalizada. Poco le importaba al capital tu
sufrimiento psíquico mientras pudieras apretar tuercas y
manejar un torno. Aunque estuvieras tan triste como una
mosca sola en una botella, tu productividad se resentía poco,
porque tus músculos podían funcionar. Hoy el capital necesita
energías mentales, energías psíquicas. Y son precisamente
ésas las que se están destruyendo. Por eso las enfermedades
mentales están estallando en el centro de la escena social.

La crisis económica depende en gran medida de la difusión
de la tristeza, de la depresión, del pánico y de la desmotivación.
La crisis de la new economy deriva en buena medida de
una crisis de motivaciones, de una caída de la artificiosa euforia
de los años noventa. Ello ha tenido efectos de desinversión
y, en parte, de contracción del consumo. En general, la
infelicidad funciona como un estimulante del consumo: comprar
es una suspensión de la angustia, un antídoto de la soledad,
pero sólo hasta cierto punto. Más allá de ese punto, el
sufrimiento se vuelve un factor de desmotivación de la compra.
Para hacer frente a eso se diseñan estrategias. Los patrones
del mundo no quieren, desde luego, que la humanidad
sea feliz, porque una humanidad feliz no se dejaría atrapar
por la productividad, por la disciplina del trabajo, ni por los
hipermercados. Pero se buscan técnicas que moderen la infelicidad
y la hagan soportable, que aplacen o contengan la
explosión suicida, con el fin de estimular el consumo.

¿Qué estrategias seguirá el organismo colectivo para sustraerse
a esta fábrica de la infelicidad?

¿Es posible, es planteable, una estrategia de desaceleración,
de reducción de la complejidad? No lo creo. En la sociedad
humana no se pueden eliminar para siempre potencialidades,
aún cuando éstas se muestren letales para el individuo
y, probablemente, también para la especie. Estas potencialidades
pueden ser reguladas, sometidas a control mientras es
posible, pero acaban inevitablemente por ser utilizadas, como
sucedió —y volverá a suceder— con la bomba atómica.
Es posible una estrategia de upgrading9 del organismo
humano, de adecuación maquinal del cuerpo y del cerebro
humano a una infosfera hiperveloz. Es la estrategia que se
suele llamar posthumana.

Por último, es posible una estrategia de sustracción, de
alejamiento del torbellino. Pero se trata de una estrategia que
sólo podrán seguir pequeñas comunidades, constituyendo
esferas de autonomía existencial, económica e informativa
frente a la economía mundo."

Tirado da introducçom à ediçom em espanhol de La fabbrica dell'infelicità (A fábrica da infelicidade).

Introducçom à ediçom original

"UNA OLA DE EUFORIA HA RECORRIDO los mercados en los últimos
años. Desde los mercados se ha extendido a los medios
y desde éstos ha invadido el imaginario social de Occidente.
La tercera edad del capital, la que sigue a la época clásica del
hierro y el vapor y a la época moderna del fordismo y la
cadena de montaje, tiene como territorio de expansión la
infosfera, el lugar donde circulan signos mercancía, flujos
virtuales que atraviesan la mente colectiva.

Una promesa de felicidad recorre la cultura de masas, la
publicidad y la misma ideología económica. En el discurso
común la felicidad no es ya una opción, sino una obligación,
un must; es el valor esencial de la mercancía que producimos,
compramos y consumimos. Ésta es la filosofía de la new
economy que es vehiculada por el omnipresente discurso
publicitario, de modo tanto más eficaz cuanto más oculto.
Sin embargo, si tenemos el valor de ir a ver la realidad de
la vida cotidiana, si logramos escuchar las voces de las personas
reales con quienes nos encontramos todos los días, nos
daremos cuenta con facilidad de que el semiocapitalismo, el
sistema económico que funda su dinámica en la producción
de signos, es una fábrica de infelicidad.

La energía deseante se ha trasladado por completo al
juego competitivo de la economía; no existe ya relación entre
humanos que no sea definible como business —cuyo significado
alude a estar ocupado, a no estar disponible. Ya no es
concebible una relación motivada por el puro placer de
conocerse. La soledad y el cinismo han hecho nacer el desierto
en el alma. La sociedad planetaria está dividida entre
una clase virtual que produce signos y una underclass que
produce mercancías materiales o, sencillamente, es excluida
de la producción. Esta división genera naturalmente desesperación
violenta y miseria para la mayoría de la población
mundial. Pero esto no es todo.

El semiocapitalismo es una fábrica de infelicidad también
para los vencedores, para los participantes en la economía-
red, que corren cada vez más rápido para mantener
el ritmo, obligados a dedicar sus energías a competir contra
todos los demás por un premio que no existe. Vencer es el
imperativo categórico del juego económico. Y, desde el
momento en que la comunicación se está integrando progresivamente
con la economía, vencer se convierte también
en el imperativo categórico de la comunicación. Vencer es
el imperativo categórico de todo gesto, de todo pensamiento,
de todo sentimiento. Y sin embargo, como dijo William
Burroughs, el ganador no gana nada.

Mientras el estereotipo publicitario muestra una sociedad
empapada de felicidad consumista, en la vida real se
extienden el pánico y la depresión, enfermedades profesionales
de un ciclo de trabajo que pone a todos a competir con
todos, y culpabiliza a quien no logra fingirse feliz.
Los ciclos innovadores de la producción —la red y la biotecnología—
no son, como los que dominaron la época
industrial, la producción de mercancías por medio del cuerpo
y la mente, sino la producción directa de cuerpo y mente.
La felicidad no es ya, por tanto, un valor de uso accesorio a
las mercancías, sino la quintaesencia de la mercancía.
Algunos sostienen que la new economy está destinada a
desinflarse como un globo o a derretirse como la nieve al sol
porque se funda sobre una ilusión. Pero las ilusiones son el
motor de la economía capitalista, son la fuerza que mueve el
mundo. La economía es cada vez más directamente inversión
de energía deseante. Lo que el historicismo idealista llamaba
alienación era el intercambio de la autenticidad humana
con el poder abstracto del dinero. Nosotros ya no hablamos
de alienación, porque no creemos que exista ya ninguna
autenticidad de lo humano. Sin embargo, tenemos la
experiencia cotidiana de una infelicidad difusa, porque los
seres humanos invierten una parte cada vez mayor de su
existencia inmediata en la promesa siempre aplazada de la
mercancía virtual. La devastación capitalista del medio natural
y la mediatización de la comunicación reducen casi a la
nada la posibilidad de gozar de la existencia de forma inmediata.
Y la existencia desensualizada se dedica sin resistencias
a la inversión, que es en esencia inversión emocional,
intelectual, psíquica.

Como mostró Freud, la sociedad burguesa fundaba la
fuerza productiva de la industria en un empobrecimiento
físico y material y en una represión de la libido que producía
neurosis. El precio de la seguridad psíquica y económica
era la renuncia a la libertad. En su libro La postmodernidad y
sus descontentos,1 Zygmunt Bauman invierte el diagnóstico
de Freud: los problemas y los malestares más comunes hoy
son producto de un intercambio por el cual renunciamos a la
seguridad para obtener cada vez más libertad. Pero ¿de qué
libertad hablamos, si nuestro tiempo y nuestras energías
están completamente absorbidas por el business?

El tránsito postmoderno ha estado marcado por un desencadenamiento
de la libido, por un intercambio en el que
hemos renunciado a gran parte de la seguridad burguesa a
cambio de una libertad que se concreta cada vez más sólo en
el plano económico. La llamada revolución sexual de los años
sesenta y setenta no fue, o no fue sólo, un aumento de la cantidad
de cuerpos disponibles para el sexo. Fue sobre todo una
mutación en la percepción del tiempo vivido. El tiempo de la
vida era tiempo del encuentro de las palabras, de los cuerpos,
sin otra finalidad que aquella gratuita del conocerse.

No sé si hoy se hace el amor más o menos que en aquellos
años. Me parece que mucho menos, pero no es esa la cuestión.
La cuestión es que la sexualidad no tiene ya relación con
el conocerse, con la gratuidad. Es descarga de energía rabiosa,
exhibición de estatus y, sobre todo, consumo. La prostitución
no es ya, como en tiempos pasados, una dimensión marginal
y viciosa, sino una actividad industrial regulada, la
principal válvula de desahogo de la agresividad sexual de
una sociedad que no conoce ya la gratuidad. La desregulación
económica completa una desregulación existencial que
tomó su impulso de las culturas antiautoritarias. Pero para
las culturas antiautoritarias la libertad era ante todo un ejercicio
antieconómico y anticapitalista. Hoy la libertad ha sido
encerrada en el espacio de la economía capitalista y se reduce
a la libre competencia en un horizonte obligatorio.

Cuando a la libertad se le sustrae el tiempo para poder
gozar del propio cuerpo y del cuerpo de otros, cuando la
posibilidad de disfrutar del medio natural y urbano es destruida,
cuando los demás seres humanos son competidores
enemigos o aliados poco fiables, la libertad se reduce a un
gris desierto de infelicidad. No es ya la neurosis, sino el
pánico, la patología dominante de la sociedad postburguesa,
en la que el deseo es invertido de forma cada vez más obsesiva
en la empresa económica y en la competencia. Y el pánico
se convierte en depresión apenas el objeto del deseo se
revela como lo que es, un fantasma carente de sentido y sensualidad.
El sufrimiento, la miseria existencial, la soledad, el
océano de tristeza de la metrópolis postindustrial, la enfermedad
mental. Éste es el argumento del que se ocupa hoy la
crítica de la economía política del capital."

Podedes baixar o libro aquí, no web de Traficantes de Sueños (traficantes.net)

1 comentario:

Anónimo dijo...

saudades ...

A ria e nosa e non de REGANOSA